
El conocimiento local y el árbol de la ciencia.
He aquí tres historias que hay que analizar juntas:
Cuando vivía en El Salvador, en los años noventa, un compañero tuvo un accidente de moto. Tenía abrasiones profundas en el hombro. Siendo un hombre de campo y con buen conocimiento de las plantas, se aplicó infusiones de chichipince, un arbusto local. En tres días la cicatrización era asombrosa.
Hace ya unos diez años visité un proyecto en Colombia en el que la ONG apoyaba a campesinas colombianas para la mejora de sus prácticas agrícolas. Una de ellas me mostró su método para combatir las plagas, que consistía en colocar una botella de agua un día bajo un vidrio azul, otro día verde y otro día rojo, y luego fumigar las plantas con el elixir resultante. Sus plantas estaban sanas.
En Perú pude ver en visitas a proyectos en la sierra cómo masticar coca, una planta sagrada, proporcionaba fuerzas a la población indígena para trabajar en jornadas agotadoras o caminar hasta mercados distantes llevando carga, mientras los pobres gringos que no sabían mascarla (yo) padecían el soroche a tres mil metros de altitud.
Lo que tienen en común las tres historias es que hablan del conocimiento indígena, local, o tradicional, que no son lo mismo, pero comparten semejanzas. Un documento de Naciones Unidas los describe así:
El conocimiento indígena está asociado a una etnia o cultura, de comunidades que viven en una relación íntima con la naturaleza, y con una base de las creencias con frecuencia sagrada.
El conocimiento local es algo más inespecífico, pero se suele asociar a la adaptación de comunidades a su medio, e incluye el conocimiento sobre suelos, plantas, climas y animales.
El conocimiento tradicional describe el que se transmite de generación a generación, sin que necesariamente esté ligado a una etnia, cultura o lugar.
Todos tienen en común una base comunitaria, el conocimiento heredado, sobre todo por transmisión oral, y la asociación a creencias espirituales o sagradas en algunos casos.
No sabría cómo clasificar las experiencias que cuento, porque comparten elementos de los tres.
Sí podría decir, de acuerdo con la ciencia moderna, que no se pueden extraer conclusiones sobre la relación causa-efecto de las dos primeras experiencias que vi. Porque lo que tienen en común ambas es que se basan en anécdotas, de las que no se pueden extraer conclusiones. Sí se puede de la tercera, porque las propiedades de la coca se han estudiado en profundidad.
Se habla mucho de la necesidad de valorar el conocimiento local. Sus aportaciones al conocimiento global son innegables e imprescindibles. Pero ocurre con demasiada frecuencia que el conocimiento local, basado en la experiencia y en la tradición, se contrapone al científico, que incluye experimentación bajo métodos controlados.
Contraponerlos tiene sus riesgos, al igual que poner uno sobre otro. Pero, así como el conocimiento científico trae de fábrica la comprobación metódica de los resultados, no ocurre lo mismo con el conocimiento local.
Es conocimiento tradicional el que proporcionó una cura para la malaria a partir de una planta china, pero también lo es la medicina china que está llevando a la extinción del pangolín, el tigre o el rinoceronte por creer que sus escamas, grasa o cuernos tienen virtudes medicinales, no demostradas hasta ahora. También son conocimientos tradicionales otras costumbres con efectos todavía más nefastos que preparar medicinas a base de animales en riesgo de extinción: hay regiones en Nigeria donde el nacimiento de gemelos se considera una maldición. Los albinos sufren incluso más discriminación.
La conclusión de todo esto es que hace falta una herramienta para diferenciar qué conocimiento local, tradicional o indígena es beneficioso y cuál es nocivo. Demostrar la fiabilidad de estos saberes ancestrales mediante anécdotas no es correcto. No disponemos de nada mejor que la ciencia hacer esta distinción.
Sin embargo, una validación por parte de la ciencia tiene sus riesgos: la biopiratería es la apropiación de los saberes indígenas sin su consentimiento o una compensación justa. La validación implica conocer y aplicar las convenciones de Naciones Unidas y vigilar su incumplimiento.
Una vez asegurados los requisitos, debería ser evidente una validación científica. Pero, visto el ataque al que las fuerzas reaccionarias de Trump están sometiendo a la ciencia, uno esperaría que las fuerzas progresistas la abrazaran con más entusiasmo. Sólo ocurre en un sector del progresismo, por desgracia, mientras que el otro desconfía de cualquier afirmación científica que desmienta sus principios y creencias.
Esta desconfianza es normal, porque la ciencia no es perfecta. Hay conflictos de interés que han promovido medicamentos nocivos a cambio de ganancias. Hay ciencia mal hecha, con datos falseados, producto de la pereza, las ganas de notoriedad fácil o la mala fe. Todo esto existe. Pero, por el momento, la ciencia sigue siendo la que tiene los mejores métodos para discernir lo verdadero de lo falso, incluida la capacidad de detectar sus propios fraudes.
Lo que un gran sector de la cooperación debería asumir es una posibilidad que leí hace años de un autor boliviano, pero del que perdí la referencia: se puede ser indígena y ser moderno. O lo que el otro Olúfémi Táíwò describe como una necesidad en un libro que recomiendo mucho: África tiene que ser moderna: Un manifiesto.
Rechazar los beneficios que aporta la ciencia o contraponerla al conocimiento indígena, en vez de usarla para discernir lo verdadero de lo falso que éste aporta, pone en juego los beneficios de la modernidad. La misma modernidad que erradica enfermedades, disminuye la mortalidad infantil o mejora la eficacia estatal mediante políticas basadas en evidencias. Mientras, sus detractores vuelan en aviones diseñados por la tecnología moderna y se dejan anestesiar sin remilgos en las operaciones quirúrgicas, lo que no deja de ser una contradicción.
Discernir es, en resumen, lo que necesitamos. Es lo que ofreció la serpiente a Eva si comía del árbol del conocimiento, que nos permitiría distinguir lo bueno de lo malo. La promesa no podía ser más tentadora: seríamos como dioses.
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