Sobre la elección de trump, la maldad y la estupidez

Este blog se dedica (o debería) a comentar cosas del trabajo. Pero la gravedad de la situación mundial, que pone en riesgo la continuidad de la democracia y de las políticas de cooperación del desarrollo, justifican un artículo dedicado a los peligros de la situación actual. Después de la victoria de Trump, no soy optimista.

El progreso se ha concebido como una lucha contra la ignorancia, pero la victoria no está garantizada en absoluto. Karl Popper ya advirtió que lo que había ganado una generación lo podía perder la siguiente. También dijo que los ordenamientos sociales no pueden ser mejores que los miembros que los integran, y que si se toleraba a los intolerantes, la democracia estaba en peligro.

¿Qué ha sido lo que ha decantado la batalla en favor de los reaccionarios contra el progreso? Veo dos causas principales. La más importante es que la derecha ha conseguido federar la estupidez, la ignorancia y la maldad. Cuando las tres son mayoría, tenemos resultados como los que acaban de darse en los EEUU.

Aquí pueden hacer falta algunas definiciones. Una persona estúpida, según Carlo M. Cipolla, es aquella que causa pérdidas a otra o a un grupo de personas, sin que gane nada con ello, e incluso puede que salga perdiendo. En su muy divertido pero acientífico libro “Las leyes básicas de la estupidez humana”, Carlo M. Cipolla explica que la estupidez está distribuida de forma homogénea en la sociedad, a través de clases, nivel de educación y sexos, y el número de estúpidos es constante. Para simplificar las cosas, consideraremos ignorancia y estupidez como lo mismo, aunque hay matices. Tirando otra vez de Popper, la ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos.

La maldad, en cambio, consiste en acciones que benefician sólo a quien las ejecuta, mientras que la estupidez beneficia a la maldad en perjuicio del propio estúpido que ejecuta la acción. Los malvados (que Cipolla llama también bandidos), utilizan a los estúpidos en beneficio propio.

Con la estupidez, poco se puede hacer, pero como está igualmente distribuida (siempre según Cipolla), incluso en el espectro político, no debería haber diferencia en las democracias en cuanto a la influencia de la estupidez en los resultados electorales. Pero la hay.

La derecha ha conseguido movilizar y unificar a sus estúpidos mucho mejor. La izquierda es capaz de movilizar a los suyos, pero no los ha unificado: se subdividen en sectas cada vez que pueden, votan cada quien a la suya y no son capaces de actuar juntos para las mismas causas. La ultraderecha y la derecha suelen votar juntas, la ultraizquierda y la izquierda sólo de vez en cuando.

La capacidad de movilización de los estúpidos es un hecho conocido desde hace tiempo. Tiene mucho que ver con el sentimiento de seguridad de la estupidez y la resistencia intrínseca de la ignorancia a desaparecer adquiriendo conocimientos. Se llama efecto Dunning-Kruger, la tendencia de una persona con pocas capacidades a sobrestimar las que tiene. Es difícil convencer a la gente errada de que lo está. Estúpidos e ignorantes están muy seguros de sí mismos, pero además están llenos de energía.

La unificación, tanto a izquierda como derecha, ha sido posible gracias a las redes sociales. Umberto Eco decía que aquel estúpido que antaño soltaba sus peroratas en la barra del bar con un carajillo, ahora se une a miles de sus semejantes en las redes sociales. Pero sólo en la derecha esta unificación ha llevado a la acción conjunta. En la izquierda cada secta tira por su lado.

La desinformación ha sido el elemento unificador. Esto se agrava porque además la creación de desinformación se automatiza, lo que lleva a un problema económico: consume muchos menos recursos crearla que refutarla. Decir una sandez o crear un bulo no cuesta nada.

El objetivo de la creación de desinformación no es que la gente crea en cosas equivocadas. Es que pierda su capacidad de discernir qué es bueno y qué es malo y llevarle a que no crea en nada.

Los ignorantes no entienden las políticas que les afectan, y estas son cada día más complejas y requiere más conocimiento entenderlas. La desinformación pretende hacer creer a quien no entiende una política (sea sobre vacunas, cambio climático o inflación) que alguien está siempre intentando engañarle.

Si las fuerzas progresistas quieren reconducir pensamientos sesgados, hay que utilizar una delicadez extrema, que también consume recursos, para intentar sacar a alguien de su ignorancia: no se puede llamar tonto a un tonto. Es contraproducente y le lleva a ponerse a la defensiva. Ya lo demostró Hillary Clinton al llamar deplorables a los republicanos de Trump, lo que tuvo un peso considerable en su victoria de 2016.

Qué hacer es la pregunta más importante. No hay una respuesta evidente. Hay que felicitarse por quienes en las redes sociales haciendo lo posible para contrarrestar la desinformación, ya que, aunque no parecen estar ganando por el momento, hay que hacerlo igualmente. Además, hay que apoyar a medios de comunicación de pago y de calidad, que equivale a lo que hace años sería donar a una ONG (lo que hay que seguir haciendo).

Hay que educar a los jóvenes, aunque es muy difícil de conseguir en tiempos de influencers de gimnasio y criptomonedas. Las jóvenes pueden hacerlo. Las estadísticas muestran que su sesgo hacia la izquierda es mucho mayor, gracias al feminismo y unos niveles educativos mejores. Que usen su influencia para educar a sus novios criptobros.

Hay que luchar contra la ignorancia en el ala izquierda, pero esta es una tarea ingrata. Mi trabajo, en el sector de la cooperación para el desarrollo, me ha llevado a participar en discusiones sobre políticas que incluían criticar a los nuestros. Esto no me ha hecho una persona popular en el sector. Criticar las inconsistencias de los tuyos hace que te vean como uno de los otros. En una de las organizaciones en las que trabajé me llamaban “el revisionista”. Fue laborioso convencerles de que estoy con los que, en palabras de Arthur Koestler, “están equivocados por las razones correctas”. Mi simpatía está con el bando, no que no siempre tiene los mejores argumentos, pero tiene la mejor voluntad: feminista, antirracista y antifascista, aunque a veces se equivoque.

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